-A LA MEMORIA DE MI PADRE 11 DE FEBRERO DE 1927- 28 DE ENERO DE 2016-
Hoy he asumido lo inevitable: acabamos convirtiéndonos en padres de nuestros padres.
Hoy he asumido lo inevitable: acabamos convirtiéndonos en padres de nuestros padres.
Eso es así desde el momento en que te das cuenta que aquellos escalones, que subía de dos en dos, pasan a ser una cumbre inalcanzable. Cuando para ir al baño tiene que pedir ayuda, incapaz de levantarse de la cama, o sencillamente, de que no quiere estar solo.
La mano de la que acabaste soltándote para agarrar la de tu propio hijo, es la que ahora te busca para que le abroches los botones o el cinturón. No tapamos los enchufes ni ponemos seguros a los cajones, pero cambiamos bañeras por duchas y colocamos barandillas y barras de sujeción.
Ahora solo quiere hablar, y lo mas importante, que le escuches. Una bendición, la de hablarte, que valoras cuando otros padres de sus padres ni siquiera pueden hacerlo porque el maldito Alzheimer les ha arrebatado, en muchos casos antes de tiempo, la memoria.
Mi padre la guarda y dosifica, sabiamente, para ocasiones inesperadas. Y así, si un día pasamos en coche por la, ahora, recién construida estación de San Isidro, encuentra la oportunidad de contar que una vez, cuando era un crío y vivía en Catral, fue hasta allí para montar en tren.
-Tendría siete, puede que ocho años cuando mi madre nos dijo que nos acostásemos temprano, que al otro día madrugaríamos para ir a la estación y coger el tren de Murcia, que por fin íbamos a conocer a la tía.
Por entonces mi padre ya no salía de casa, estaba muy enfermo, y era la “pobretica” quien iba cada día al bancal.
Había ahorrado TRES monedas, la última acababa de cobrarla, y decidió gastarlas en visitar a su hermana y llevarle la colcha de ganchillo que durante meses, dejándose los ojos a la luz de la vela, le había preparado.
Mi “hermanico” y yo, que dormíamos “pegadicos” en un pequeño colchón de lana, no pudimos pegar ojo en toda la noche. Al amanecer y cargados con un “fardo líao” (se refiere a un enorme pañuelo atado a modo de bolso) emprendimos camino.
-¿No sería mejor coger una de las carriolas que salen para la estación?- pregunté inocente.
Mi madre no me contestó, yo no tenía porqué saber que llevaba el dinero justo, ni que el pan que había metido en el fardo era el último…
Cuando llegamos a la estación y mi madre fue a pagar los billetes, una de las tres monedas que acababa de poner encima del mostrador sonó de manera diferente.
-Señora, esta moneda es falsa, tiene que devolverme los billetes.
Mi madre, la “pobretica” no supo que decir ni que hacer.
Mi José y yo la cogimos de la mano y nos sentamos en uno de los bancos a esperar la entrada del tren a la estación.
Despedimos felices, brazos en alto, cada uno de los vagones que se alejó camino de Murcia, y poco después regresamos a casa con el fardo-líao y las tres monedas…
Su voz quebrada, emocionada por el recuerdo.
También a mí me costó preguntarle:
-Papá ¿ya no volvisteis?
-No, llegó la guerra civil y mi madre ya no volvió a juntar tres monedas.
El recuerdo, a veces, le asalta de manera inesperada. Un perro ladrando le trae una nueva historia:
-Mi madre me mandó a vivir a casa de un lechero que no tenía hijos a San Felipe.
Con ellos no pasaba hambre, pero tenía que madrugar y cargar con la leche por todo Catral. Era muy estricto con lo que me daba y había que llevarle el dinero justo, pero sin querer, siempre se perdía algún cuarto por las “chorraicas” que me pedían las mujeres. Así que, a la segunda o tercera paliza, me enseñé a parar en la acequia para rellenarla y que sobrase…Nunca volvió a faltarme dinero.
Lo peor fue el día que me mordió el perro.
Iba por el camino de “La Erica ”, cargado con la leche, y venía detrás de mí ladrándome, así que al echar a correr y saltar la acequia noté que me enganchó. Me fui llorando y sangrando a casa de mi madre y ella me llevó al médico, que me mandó a Alicante con las monjas.
-¿Qué quieres decir con que te mandó a Alicante?
-El perro podía tener la rabia, así que me enviaron al Hospital Provincial. Allí estuve cuarenta días con las monjas, que me dejaban correr por los pasillos y comer lo que quisiera…me hubiese quedado con el alma y la vida, pero no pudo ser.
No papá, no podías quedarte para siempre en un hospital. Tenías que crecer, casarte, tener hijos, enviudar y envejecer.
Ese el orden establecido y natural.
Es un lento proceso que apenas se nota, una suave e invisible transición a la vejez; es solo que un día, de buenas a primeras, descubres que ya no van renovarte el carnet de conducir, que tus propios hijos acaban por quitarte la bicicleta, y de verte acompañado al médico, a la farmacia, a tu querido Paseo….es hora de bajar la cabeza y susurrar “lo que mis hijos digan…”.
De aquel hombre autoritario, lleno de energía y disciplina, el mismo que nos despertaba con su frase favorita “de noche lobos y de día perros”, queda una mirada triste e indefensa, exactamente igual a la de un niño que tiene miedo a la oscuridad, siempre temeroso a acostarse por si ya no despierta.
Hoy toca estar contigo, compartir y poner buena cara a tus historias y manías, dejarte bien claro que te vamos a acompañar hasta lo inevitable, tu mayor miedo, la muerte, y que en ningún caso te va sorprender estando solo.
Por mi parte, ya he asumido que todo hijo acaba siendo padre de su padre, una última oportunidad que la vida nos da para despedirnos un poco cada día.