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Antonio López |
Todo comenzaba con el montaje del esquelético pino de alambre, que adornábamos con guirnaldas y bolas de diferentes tamaños y colores, siempre las mismas, y que cada año desempolvábamos de una enorme caja guardada en el altillo. Era el día que tocaba montar el Belén, mejor dicho, el nacimiento. Unas pobres y dañadas figuras de barro (a San José siempre le faltó un brazo), con un puente y un río de papel de aluminio.
Así entraba la Navidad en casa, acompañada de un montón de participaciones, papeletas entonces, y la esperanza de que ese año sí tocaría el gordo.
Hoy no me parece el mismo mercado, aquel que amanecía el sábado anterior a Nochebuena lleno de pavos, de pollos, de verduras y hortalizas; de gente venida de todos lados dispuesta a comprar para los días de Navidad.
Recuerdo el ayuno obligado para tener el estómago en condiciones de recibir la gran cena del día de Nochebuena…¡hasta mistela me dejaban beber!, y el cocido con pelotas de pava negra, que al día siguiente nos comíamos en casa de la abuela con toda la familia.
Y los besos, y los deseos de felicidad, y los aguilandos… benditos aguilandos esperados todo el año.
Era día, el de Navidad, de estrenar como para ir de boda, y de no faltar a Misa, que remedio...
El resto de los días pasaban entre las inocentadas del día veintiocho, las campanadas por televisión desde la Puerta del Sol, la comilona del día uno y la ansiedad por la esperada noche de Reyes.
Mágica noche en la que nos visitaba el Rey Melchor, instalado en el remolque del camión de un vecino, que nos iba llamando uno a uno (curiosamente nos conocía y hablaba el mismo idioma), para entregarnos los esperados regalos que, por cierto, nunca coincidían con la carta.
¿La magia de la Navidad … o quizá la inocencia y felicidad de la niñez?
Que ningún niño se quede sin Navidad...